EL DIARIO DE ANA: Era como el perfume que te atrapa, por Ana L.C
Murió mi amiga Laura.
Qué frase tan escueta para algo
definitivo, pero el hecho es ése, simplemente ése y toda una vida se encierra
finalmente en esas cuatro palabras. Así es, así de sencillo, pero Laura era
mucho más, aunque con el tiempo se nos vaya olvidando, porque su vida no tuvo
nada de espectacular, nada digno de ocupar páginas y páginas de algún
panegírico, nada que le hiciera ser extraordinaria o admirada, ni tan siquiera
nada que se le pudiera censurar… Pero Laura era especial porque era ella y nada
más.
Sí, murió mi amiga Laura y nos dejó la
herencia de sus recuerdos aunque algunos ya se estén volviendo borrosos y se
confundan cosas, rostros o momentos. Y es que ella y yo nos conocimos desde
antes de nacer, desde cuando nuestras madres, infladas como globos, paseaban
por la playa de La Malvarrosa con los pies descalzos y haciendo proyectos
aquella primavera que llegamos diminutas, ignorantes y ruidosas a este mundo
tan gélido, a veces, y tan ruidoso de tanto sabio de baratija. Y llegamos casi
de la mano, con una diferencia de apenas media hora, aunque ella primero, por
lo que siempre me decía que era la mayor y tenía más experiencia de la vida…
Crecimos en la misma finca con la mínima diferencia de dos pisos, fuimos al
mismo colegio, al mismo instituto y estudiamos la misma carrera, incluso
vestíamos la misma ropa, calzábamos los mismos zapatos y hasta compartimos
algún que otro ligue… Sin embargo, tenía que ocurrir, aparecieron unos ojos de
mirada melancólica que la separaron de mí. ¡Cuánto odié a aquel tipo que ni era
guapo, ni era fuerte y hasta parecía tonto!... pero que luego resultó ser un
buen marido, un buen padre y la quería a morir, y hoy me ha partido el corazón
cuando inundaba de lágrimas mi hombro y sólo repetía que quería irse con ella…
Y es que la vida tiene esas cosas: a
veces, cuando ya dominas la bicicleta y eres capaz de subir los puertos más
duros con soltura y esprintar en los llanos eternos, va y se te rompe la
cadena… y todo se acaba…
Sí, sí, sí… se murió mi amiga Laura y
tendré que hacerme a la idea. Ya no responderá con su voz cantarina y aguda de
niña alegre cuando marque el número de su móvil para una de esas conversaciones
sin final que interrumpía, a cada momento, para reprender a alguno de sus
niños, o para responder alguna pregunta, o para darle un beso suave y cálido a
su hombre recién llegado del trabajo. Y es que ella lo decidió así, contra el
pensamiento común de todas nosotras, las amigas independientes y seguras que pretendíamos
comernos el mundo sin necesidad de aguantar a ningún tío obsesivo y,
seguramente, machista. Pero ella lo decidió así, a pesar de nuestros peores
augurios, a pesar de pronosticarle las situaciones más deplorables y lúgubres,
a pesar de predecirle una vida repleta de aburrimiento, hastío e indiferencia.
Sin embargo, los años pasaban y Laura no venía corriendo en busca de nuestro
auxilio, de nuestra compresión, ni para descansar sus penas y amarguras en los
brazos de nuestra compasión y que nosotras pudiéramos restregarle el “ya te lo
dijimos”. Todo lo contrario, éramos nosotras las que nos autoinvitábamos a su hogar,
incluso a horas intempestivas, para contarle nuestros continuos desengaños y
que ella nos acariciara el cabello mientras abríamos las esclusas de nuestros
llantos. Y comenzó a tener hijos, hasta tres, y nosotras “mira que te vas a
volver una esclava”, “mira que vas a
hipotecar todo tu futuro”, “mira que vas a destrozar tu figura”… Pero nada, en
aquella casa todo era compartido, incluso él se quedaba con los niños para que
ella se corriera algunas juergas con sus casquivanas amigas, y tuvo tiempo incluso
para acabar la carrera y aprobar unas oposiciones, y su figura se recuperaba,
como por arte de magia, a los pocos meses de haber parido… Así que nos quedamos
sin argumentos a no ser el socorrido “es que hombres como el tuyo no abundan,
tú te quedaste el único”…
Y ayer, sí, ayer, va y se muere mi amiga
Laura. “Como un pajarito”, me dijo su desconsolado viudo, expresión esta que en
otro momento hubiera tachado de amanerada y cursi, pero yo sabía que sería
cierto, porque ella era así, discreta, suave, etérea, como el perfume que te
atrapa al pasar y no puedes olvidar en mucho rato obligándote a soñar. “Pero,
¿estaba enferma?”, pregunté atónita ante la noticia del hecho que yo supuse
repentino. “Sí… mucho tiempo…” Y su voz sonó entonces resignada, como
calibrando la coyuntura de haber llegado al final de un sufrimiento, lo que
hace la pérdida, si no más justificable, al menos no tan cruel… “¡Y nunca nos
dijo nada!... ¿Por qué?... ¡Nosotras podríamos haberle ayudado!...” Él me miró
con una triste sonrisa que le hizo aparecer mucho más guapo de lo que yo
recordara. “Y le ayudasteis, ¡ya lo creo que le ayudasteis!, siendo naturales,
espontáneas, siendo vosotras…”
Crees que conoces muy bien a alguien y
llega un día que te das cuenta de que era una persona totalmente desconocida
para ti, que tan siquiera habías pasado de la epidermis, y entonces tienes la
certeza de que siempre has estado equivocada, de que sólo sabías el estribillo
de una canción que era mucho más larga y profunda…
En fin, se murió mi amiga Laura y en la
ceremonia me encontré con sus padres y los míos y sus hermanos y el mío y los
otros vecinos de cuando habitábamos aquella finca cercana al mar, pero desde la
que no se veía por mucho que subiéramos a la terraza, y allí hablaron personas
conocidas y otras totalmente extrañas para mí, y entonces supuse que Laura
había tenido su vida aparte, su vida sin mí aunque me pareciera mentira y
entonces lloré, por primera vez lloré, porque hubiese querido conocerla mucho
más, pasar de su piel y adentrarme hasta lo más profundo de sus entrañas pues
yo siempre pensé que ella formaba parte de mí. Y en un momento dado apareció el
rostro alegre y feliz de Laura sobre una pantalla y toda la estancia se llenó
de unas notas conocidas porque habían sido nuestras, nos habían unido cuando
reivindicábamos hasta el derecho al bicarbonato tras las borracheras, esa
canción que nos hizo más cómplices en nuestra adolescencia cuando creíamos que
podíamos derrotar al mundo con las palabras cantando aquello de “Verdad que sería estupendo que las espadas
sólo fueran un palo de la baraja, que el escudo una moneda portuguesa y un
tanque una jarra grande de cerveza.” No pude más. Me levanté y salí…
Sí, sí… hasta ayer vivió mi amiga Laura.
Comentarios
Publicar un comentario