LA PENÚLTIMA FILA A LA IZQUIERDA: Una hoja en blanco y una botella de ron. Free jazz. por Ana Bosch López
5 de Junio de 2013
Conozco esta sensación.
Noto como mi mente se ha separado de mi cuerpo y vuela
mucho más arriba, mientras observa como el resto del barco navega sin un rumbo
claro. Sólo un par de ideas se apoderan de mi cabeza rompiendo los barrotes de
su jaula y saliendo del pequeño rincón donde cada mañana las encierro y las ato
con más fuerza. Pero como todo ser humano, estoy atrapado en la debilidad de
mis instintos más primarios, y en cuanto se produce un mínimo cambio aflora la
naturaleza en la que fui creado, trastocando todo cuanto había construido
encima de una forma cuidadosamente artificial, y haciéndome sentir más pequeño
aun si cabe, porque veo prender toda mi obra de la que ni siquiera podré
recoger sus cenizas.
Me miro en el espejo y observo mi rostro demacrado. No
me gusto, y creo que hoy aun menos. Mientras pierdo mi mirada en ese ser que me
observa con dureza intento recordar cómo he llegado a casa, pero mis esfuerzos
son en vano.
Lo peor es que ni siquiera me preocupa, y cuando palpo
en mi bolsillo y no noto el bulto de mi cartera, solo soy capaz de cerrar mis
ojos en un gesto de desaprobación.
Cuando vuelvo a abrirlos estoy sentado en mi cama, con
la tele encendida y una botella de ron en la mano, aunque tampoco recuerdo cuándo
he hecho yo ese recorrido. Cada parte de mi cuerpo parece flotar en el aire y
noto desaparecer mi existencia para ser solo un intruso en el cuerpo de un
extraño lleno de fantasías y pensamientos que se escapan y atacan a mi cordura,
adormeciéndola tiernamente, y aun sabiendo que mañana, tendrán que aceptar su
castigo.
A mi lado veo el teléfono y de repente, siento el
impulso. Las palabras que llevo tiempo buscando fluyen en mi cabeza ágilmente,
sin titubeos como si cada momento de mi vida hubiese sido un entrenamiento que
hoy tendría el partido definitivo. Palabras claras, sencillas y sin ambigüedad,
dejando escondido el miedo al fracaso, al rechazo, a la desilusión, y
mostrándome una parte tan verdadera que hasta para mi es desconocida. Mis dedos
se deslizan automáticamente por el teclado y ni siquiera estoy pendiente de lo
que escribo, porque voy notando como una especie de rabia se me apodera y venda
los ojos tomando ella las riendas de mis palabras, mientras no deja de
preguntarme: “¿por qué no lo has hecho antes?”. Tiene razón. Cada día que pasa
es mucho más tarde, la puerta se va cerrando y me doy cuenta que no entiendo cómo
soy capaz de que eso ocurra. Hay demasiadas cosas que poner en la balanza, pero
la suma de todas ellas no es tan pesada como la única cosa contra la que tienen
que luchar. Y nunca lo será.
Sin ni siquiera una mínima duda, ni tan sólo releerlo,
pulso el botón de enviar, cierro los ojos y pienso en lo curioso que es la
forma en que establecemos nuestras prioridades en función de nuestro estado. En
los momentos donde nuestro cuerpo está sano, somos prácticos, racionales e
incluso fríos. Tomamos decisiones valorando nuestra vida a largo plazo,
obviamos el placer instantáneo por una satisfacción posterior creyendo que esta
decisión es la correcta. Lejos de preocuparnos por el presente vivimos el
futuro, y, cuando éste no se cumple, viene la lamentación y el arrepentimiento.
Es, en cambio, en los peores momentos cuando nuestra
mente está bloqueada o nuestro cuerpo intoxicado, que dejamos ver aquellas
preocupaciones del presente. Cuando nos preocupamos por el ahora y ni siquiera
nos planteamos las consecuencias de aquello que nos provoca una satisfacción
inmediata. Es entonces cuando damos un cambio radical y tiramos por el suelo
toda la cadena de acciones que habíamos llevado a cabo para un futuro mejor. Un
gesto, uno solo, que provoca el caos. No importa si es una llamada, un
movimiento, una mirada o una combinación de todo, sólo un instante donde nos
cegamos con nuestro objetivo, no vemos claro y vamos a por ello con más pasión
y vitalidad que nunca, y sabemos que, en el momento que nuestra mente haya
pasado ese instante de éxtasis, necesitaremos algo más que sólo otro gesto para
volver a restaurar el equilibrio que tanto nos ha costado forjar. Me planteo,
en cuál de los dos momentos estamos realmente pensando con claridad.
Suena algo en mi escritorio e intento ignorarlo, pero
la intensidad del sonido es tan fuerte que no puedo evitar levantarme y
apagarlo. Es el despertador y pienso “mierda”, porque recuerdo el motivo de que
haya comenzado a sonar. Es hora de ponerse a escribir, pero no voy en
condiciones de hacerlo. Ni siquiera estoy seguro de que sea capaz de construir
dos frases con coherencia y entonces viene a mi mente el mensaje que acabo de
enviar. No recuerdo el contenido, pero me parecía bueno, así que pienso que por
qué no intentarlo. Mi editor siempre me dice que debo ser más sincero, aportar
más de mí mismo, y creo que este momento es el adecuado para ello. Sé que me
quedan unas cuantas horas para entregarlo y supongo, que cuando falte el tiempo
justo, habrá vuelto mi yo racional.
Apago el despertador y me dirijo a la cama para coger
el móvil y dejarlo a un lado en el escritorio con la pantalla hacia arriba. Si
me contesta, quiero darme cuenta al instante. Miro como, cuidadosamente, esta
mañana había preparado mi escritorio pensando que volvería pronto de la cena
con Alberto y así ahorraría tiempo. En el fondo, también sabía que eso no
ocurriría, pero una vez más, me había dejado engañar por mí mismo.
Paso los dedos por el teclado sin presionar ninguna
letra porque no se me ocurre como empezar. Quizá, la inspiración sólo ha sido
momentánea, o quizá es que tengo la botella demasiado lejos de mí. Me levanto
otra vez para coger el ron, no sin antes pegarle un buen trago y mientras noto
como el licor me llega al esófago, me siento y cierro los ojos porque así estoy
convencido de que pienso con más claridad.
“No me ha tocado un personaje fácil” pienso para mis
adentros. ¿Qué decir del señor Cecil Taylor, aparte de que no lo he escuchado
en mi vida? Bueno, miento. Sí lo hice una vez, hace cuatro años. Estaba sentado
en la penúltima fila a la izquierda del café Boomerang, tomando un agua con gas
y esperando con impaciencia. Había oído hablar maravillas de él. Pianista y
percusionista desde los seis años, todo un pionero del free jazz y de la
improvisación libre. Por desgracia, siempre había vivido a las sombra de los
grandes de su época y no había podido mostrar su talento al mundo con las
facilidades de un virtuoso de su calibre. Recuerdo que no estaba solo, por
aquel entonces yo aún salía con Marina, descendiente de un prestigioso linaje
de abogados. Recuerdo poco más de ella, posiblemente, porque mi corazón estaba
en otro sitio.
Un hombre pequeño, cabizbajo y sonriente salió al
escenario ante una fuerte ovación. No recuerdo si aplaudí, pero seguramente lo
hice. Marina no. Para ella, todo concierto que costase menos de 50 euros y cuya
música superase el siglo veinte, era motivo de desaprobación.
De repente se hizo el silencio y el contrabajo comenzó
a sonar. Un walkingbass pegadizo al que se unió un saxo barítono a blancas
Dominante-Tónica. Los metales comenzaron una melodía en piano, que en principio
me pareció uno de esos famosos estándares del Real Book, pero por alguna razón,
aquello comenzó a desvirtuarse. Yo pensaba que alguno de los músicos se había
perdido y los demás estaban intentando seguirle. Intenté averiguar cuál de
ellos estaba cometiendo semejante desastre y esperaba que el líder del grupo
indicase el principio de frase con un cabezazo al aire, que así es como se
entienden los músicos de jazz, pero nada. Todos tenían los ojos cerrados.
Entonces entró Taylor. Dibujó los que parecía una
melodía desvirtuada y un acompañamiento pobre en las notas más graves del
piano. Pensé que mi oído no se había habituado aún al tipo de timbre, o al
estilo, ya que llevaba casi veinte días tocando con la orquesta en un tipo de
repertorio totalmente diferente. Pero aquello no parecía tomar forma. Intenté visualizar
con mis oídos un patrón armónico, una melodía oculta entre tanta marabunta de
ruidos, una pregunta con su respuesta, un diálogo. Pero todo fue en vano. No
entendía nada, aquello que estuviera haciendo Taylor escapaba de mi mente. Para
mí sólo eran sonidos superpuestos sin orden y aquello comenzaba a hacerse
insoportable, así que no habían ni transcurrido 10 minutos cuando me levanté
directo hacia la puerta de salida, jurándome que nunca más volvería a escuchar
a ese hombre.
“No puedo poner algo así” me digo a mí mismo, aunque
es lo que pienso. De hecho, se que Cecil Taylor es un hombre de talento, de
mucho talento. Un hombre forjado a sí mismo, que había perseguido un sueño con
todas sus fuerzas hasta conseguirlo. Paseó por bares moribundos, tocando muy de
vez en cuando y cobrando una miseria. De hecho, lo suyo le costó poder
dedicarse por completo al piano, sin tener que complementar su jornal con algún
trabajillo tan deprimente como el local donde tenía que hacerlo.
La verdad es que admiro a la gente así. Aquellos que
trabajan por unos sueños lejanos, que no les importa sacrificar el poco tiempo
que tienen para dormir, perfeccionando su técnica pianística, o asumiendo
faenas que nada tienen que ver con aquello que persiguen pero que lejos de distraerles,
les incentivan más a conseguir su sueño, quizá porque hacer algo que no te
gusta, sólo reafirma lo que realmente amas.
Taylor fue y es un luchador, eso no lo dudo. Pero su
estilo no es accesible a todos, por lo menos no para mí. Se me ocurre coger el
móvil y ponerme una de sus piezas en Youtube, concretamente la que es
considerada su obra maestra “El conquistador”. Decido buscar en Google y veo
que esa obra fue grabada en el 66, con el sello Blue Note. Me viene a la mente
que se les pasaría por la cabeza a los de la discográfica para dejarle grabar
semejante disparate. Me disculpo a mí mismo, pero soy incapaz de entender un
estilo como el free jazz, que lejos de crear un vínculo musical entre los
intérpretes, no transmiten absolutamente nada al oyente que no puede si no,
lamentarse del dinero invertido en la copa para escuchar aquel conjunto de
pirados.
Me froto los ojos porque creo que así veré las cosas
con más claridad, pero me resulta imposible. Entiendo que mi opinión personal
es quizá una de las mas erróneas, que lo que esos músicos ven cuando tocan, se
escapa de mi conciencia, de mi inconsciencia y de todo mi ser, creando momentos
que me son inconcebibles porque estoy muy por debajo de su nivel. Desearía
poder sentir exactamente qué siente Taylor cuando toca, qué intenta transmitir
y qué pasa por su mente para construir aquellas armonías. O quizá es lo
contrario, no intenta construir nada, no quiere ser esclavo de una forma
musical, obvia las frases porque es una manera de sentirse libre de cualquier
atadura musical que no sea la suya propia. Pero eso le hace a la vez, ser un
creador y un esclavo de su propia creación porque se ha obligado tanto a
rechazar lo establecido que se ha convertido en un peón de su propio rechazo.
Eso le convierte en una genialidad latente que busca algo más a lo que todos
conocemos. La música no ha cambiado en absoluto desde que Johann Sebastian Bach
puso un pie en la tierra, y aun así tampoco ha sido un cambio demasiado marcado
de lo que ya venía haciéndose anteriormente. Quizás sea necesario desatar
nuestro oído, porque parece que lo importante sea sólo lo que escuchamos
superficialmente. Queremos que nos suene “a gusto”, y que escuchar pasar los
acordes en nuestra mente nos revuelva las entrañas y nos llene de emociones que
ni siquiera sabíamos que existían. Quizás nos preocupamos demasiado por el
resultado y dejamos a un lado el proceso, que aunque imperceptible, es enorme,
haciendo más caso a las emociones del público que a las nuestras propias, y,
cuando intentamos transmitir lo que sentimos, nos cuidamos de hacerlo de una
forma ordenada. ¿Por qué?, ¿acaso nosotros somos seres ordenados? ¿o somos
todos hechos de belleza? Tenemos rasgos grotescos, claro está, entonces ¿por
qué la música tiene que ser solo maravillosa?, ¿no sería mejor llegar a su
estado más puro? Una buena ni mala, ni hermosa ni fea. Tan sólo, música.
Cuando miro el reloj, ya ha pasado más de una hora. Le
pego otro trago a la botella y miro el móvil pero no obtengo el resultado que
espero. Empiezo a encontrarme mal y pienso que lo mejor que puedo hacer es tumbarme
en la cama un rato, pero sé que si lo hago, no acabaré el trabajo.
Vuelvo a entrar en Google para buscar algo más sobre
Cecil Taylor y como no, miro en la Wiquipedia y un par de páginas en inglés.
Leo las palabras “expansión”, “percepción”, “virtuosismo”, “fuerza”. Todas
referidas a él. Leo también ciertas anécdotas ocurridas en los bares donde
conseguía tocar, alguna de ellas con sustituciones de última hora por pianistas
de estilo convencional. Pienso que debe ser duro no poder vender tu idea, por
muy buena que sea ésta. Y a Taylor le costó mucho, aunque, por suerte, hoy es
uno de los artistas más valorados por los fanáticos del “jazz de culto”.
Leo un dato curioso: estudió percusión con músicos de
la NBC Orchestra. Todos y cada uno de los músicos sobre los que he escrito
comienzan con una formación musical clásica. Parece que es una ley universal.
Muchos de los grandes artistas del jazz recibieron una formación clásica.
Algunos de ellos triunfaron en ambos lados, como es el caso del trompetista W.
Marsallis y otros en cambio, se salieron del ganado, bien por aborrecimiento, o
bien porque en realidad, no valían en ese campo. Me vienen a la mente colegas
de la orquesta y noto algo gracioso: muchos de ellos también hace poco que se
han iniciado en el jazz, después de veinte o treinta años persiguiendo la
música clásica y perfeccionándose sobre ella. Parece que hay un punto donde
necesitas ampliar horizontes y parece que las obras de los grandes maestros de
siglos anteriores no son suficientes. Sienten que han conquistado ya cada uno
de los estilos y, o bien, se dedican a viajar en busca de partituras inéditas
por monasterios abandonados o iglesias perdidas en algún pueblo de montaña, o
se decantan por un estilo más modernos, porque parece que les abre un mundo de
posibilidades. Se inician en la improvisación, y al principio es gracioso
escucharlos canturrear solos de Louis Armstrong de los mismos labios donde
antes sonaba la Quinta de Mahler, cambiar sus embocaduras o la posición de los
arcos, y analizar estándares de jazz cada vez más difíciles. Quizá deba hacer
yo lo mismo, aunque creo que faltan todavía algunos años, ya que yo me sigo
emocionando con el segundo tiempo del concierto para piano de Rachmaninov.
Me doy cuenta que soy incapaz de seguir escribiendo y
decido enviarle un correo al editor pidiéndole un día más para la entrega. Sé
que siempre nos piden que lo tengamos varios días antes de la edición por si
ocurre algún percance.
Me levanto de la silla y me siento en la cama. Aún no
estoy preparado para dormir. Llevo el móvil en la mano esperando una respuesta
que no llega. Me pregunto qué hará en este momento, pero las imágenes de mi
mente son tan deprimentes y me dejan en tan mal lugar que decido pensar en otra
cosa. De repente miro a mi lado, y donde sólo hay aire, yo la veo, sonriéndome.
Se me olvida el mensaje, la página en blanco, el correo de mi editor y sólo
puedo mirarla y devolverle la sonrisa. En mi cabeza sólo suenan esas palabras
que estoy deseando escuchar, aquellas que cada día, esa parte de mí que duerme
encerrada y que hoy ha salido a ver la luz, repite como una caja de música. Mi
mente vuelve a construir, pero esta vez, algo irreal, fruto del placer que me
atormenta. De su boca salen las palabras exactas que soy capaz de refutar, y de
la mía salen los argumentos más verosímiles que podría imaginar, haciendo que
sus gestos y los míos se complementen a la perfección de forma que el resultado
de todo aquello sea, necesariamente, el esperado.
De repente, un rayo de lucidez racional cae sobre mí,
fulminándome. Me miro y veo las manchas de ron en mi camiseta, la página en
blanco del ordenador y veo otra vez una nube de aire donde estaba ella. El
mundo que había montado hace un instante se desvanece y las imágenes que he
intentado borrar de mi mente caen sobre mí una detrás de otra como gotas de
lluvia en una tormenta que me llena el corazón de rabia y me hacen ver la
realidad. Mi placer, la necesidad y mi instinto primario vuelven a su jaula,
pero luchan por no hacerlo. Quieren seguir ahí, quieren tener lo que desean,
pero otra parte de mí les dice que no pueden conseguir su objetivo, que no
malgasten esa fuerza en conseguir algo que es más que imposible. Pero ellos se
agarran con fuerza, reviven aquello que saben que les hará mantenerse, y se
mezclan con las mezquinas imágenes que mi razonamiento ha puesto en mi cabeza.
Quieren hacer algo más, pero no saben qué, ni cómo. No importa si es una locura
o no, no importa si vale la pena, si arriesgará mi ser si quiera, pero saben
que es lo que buscan y necesitan tenerlo. Yo necesito tenerlo. Finalmente,
aparece la impotencia cortándoles el paso y obligándoles entrar en su jaula, no
sin dejar de escuchar sus gritos de guerra. Mi cuerpo no lo soporta y se deja
estallar en un gran sollozo.
Decido que lo mejor es acostarme y, sin ni siquiera
ponerme el pijama, dejo el móvil en la mesilla y me tapo con la manta mientras
cierro los ojos e intento apartar mi mente de cualquier movimiento.
Mientras respiro aun en este mundo y antes de evadir
mis pensamientos, me viene a la mente la nota
que dejé escrita ayer sobre el recibidor “Recoger a la abuela Nancy.
16.00h”
Visitas en este artículo hasta el 07 / 05 / 2018:
1819
Mª Elena
ResponderEliminar(viernes, 26. septiembre 2014 19:46)
Lo que he leído y escuchado me ha emocionado. He sentido una profunda conexión con mi estado de ánimo. Gracias.